Mi perra Perla

 Es la primera vez que escribo sobre lo que me pasó esa tarde de noviembre de 1962. Caminaba por Parque Rivadavia con mi perra Perla. En esa época la avenida Rivadavia no estaba tan concurrida como en la actualidad. 

Hoy por hoy parece que hay más autos que peatones. En conversaciones que tuve con mis hijos y sus amigos, que pertenecen a una generación más joven que la mía y con una mirada bastante más amplia sobre las situaciones del país, ellos dicen que la cantidad de autos se debe a que es el único bien de gran valor al que la gente de clase media, si es que existe todavía, puede aspirar. En el pasado estaba el famoso sueño de la casa propia, pero según mis hijos y sus amigos, ese sueño quedó en el pasado. Incluso lo tildan de sobrevalorado. A ellos se les hace más apetecible, cómodo, realista, vivir en lugares que no les pertenecen por períodos de tiempo relativamente cortos, sin acceder a las responsabilidades y las complicaciones que durante décadas tiene que sobrellevar el que es dueño de una casa y, ni hablar, de quien encara una construcción. 

En fin, caminaba por el parque esa tarde de noviembre. Mi perra Perla tironeaba de la correa azul que ya estaba llena de pelos, gastada de tanto tire y afloje entre ella y yo. Aunque la había acostumbrado desde muy chiquita a salir a caminar, la verdad es que nunca se comportó como una perra civilizada. Siempre era salir a renegar, pedir perdón a la gente porque le ladraba, levantar chiquitos porque los empujaba, hacer equilibrio para no caerme; tironear, tironear, tironear. 

Ese día el cielo estaba cargado con nubes violetas y la atmósfera electrificaba todo bajo una bruma muy fina. Cada vez que acariciaba a Perla para calmarla, sentía pequeños destellos, como minúsculos relámpagos de estática que me hacían sacar la mano al ver chispas. 

En un momento empezó a lloviznar y sonó en el horizonte un trueno que pareció sacudir la enorme estatua de Rivadavia. Alguna noche en mis sueños, al repetirse esta secuencia fantasiosa, juro que el brazo de la estatua que sostiene una espada en alto se agitó como dando la orden a un batallón de nubes de tirarse en ataque estruendoso contra los mortales que paseábamos en el parque. Seguido del trueno, la llovizna se hizo más fuerte y la bruma molesta se transformó en gruesas gotas que empezaron a pegarme en la cara como balas de agua. Tal vez exagero por la fascinación de escribir con más detalles, pero a un paupérrimo docente con poco vuelo de escritor, como quien relata este cuento, se le puede permitir pecar de ser un poco mentiroso. 

Cruzó el cielo un relámpago violeta y estalló con la fuerza de una bomba, esta vez más cerca. Mi perra Perla se asustó. Empezó a ladrar sin control y a intentar soltarse de mi agarre. De tanto tirar con fuerza desbocada, finalmente la correa, llena de pelos y gastada de tantos paseos, se rompió. 

Perla salió corriendo y yo grité para que frenase, pero un nuevo trueno tapó mi voz y la perra que tanto amaba se perdió de mi vista, mientras la lluvia se hacía cada vez más espesa. 

Salí corriendo detrás de ella. Di la vuelta al parque con el corazón martillándome las costillas, los pulmones sacudiéndose de pavor adentro mío buscaban salir por la garganta. Grité su nombre pero la lluvia y los truenos ahogaban mis esfuerzos, ya no podía siquiera ver de tanta agua que caía del cielo y de mis ojos que se derretían en tristeza. Mi perra Perla se había perdido. 

Me quedé en el parque dando vueltas durante horas, la lluvia no paraba. No quedaba nadie a la vista, solo yo y la enorme estatua de Rivadavia. Crucé la avenida quién sabe cuántas veces, fui por las calles cercanas y volví al parque. Me senté al lado de la estatua para no sentirme tan solo mientras lloraba desconsolado. 

Otro relámpago violeta cruzó el cielo a la velocidad de la luz y antes de que tuviera tiempo de levantar la cabeza para seguirlo sentí un estallido en el fondo de mis oídos. Fue como si alguien me pegara con un palo en el medio de la nuca, un cosquilleo mortal me inmovilizó los brazos y las piernas. Lo que supe tiempo después, al escuchar la anécdota contada por los diarios y los vecinos, fue que un relámpago descargó su furia sobre la espada de la estatua donde yo estaba sentado. Esta versión difiere, a partir de este momento, de la versión que yo tengo en la memoria. 

Los diarios y los vecinos aseguran que quedé tirado al costado del caballo de bronce, mientras la lluvia enfriaba mi cuerpo del que todavía salía humo por la descarga eléctrica y las quemaduras; dicen que tuvieron que socorrerme, hacerme resucitación, llamar a la ambulancia y hacerme otra vez resucitación para que no me fuera de este mundo. La versión en mi cabeza es muy distinta. Se las cuento: 

Después del cimbronazo de la descarga, me levanté a varios metros de la estatua. La lluvia había parado, el cielo seguía gris y el ambiente cargado de estática. La estatua enorme, antes color bronce apagado, había quedado negra y echaba humo por todos lados. La espada y el brazo, que hacía un rato se elevaban al cielo, apuntaban ahora hacia abajo y hacia adelante. Me acerqué al lugar donde apuntaba la espada y vi en el suelo un charco de agua. Pero el agua se movía de una forma misteriosa, como si un temblor la empujara a danzar un baile secreto en armonía con algún tambor inaudible. Me acerqué un poco más al charco y en el reflejo la vi a ella. Estaba Perla mirándome desde el otro lado; atrás de ella el cielo era celeste, sus ojos negros vidriados me llamaban desconsolados y yo sin dudarlo metí las manos en el charco para agarrarla. Mis brazos se hundieron en el agua hasta los codos, pero al hacer esto rompí el reflejo y dejé de verla, solo veía oscuridad. Saqué los brazos y en el reflejo del charco, cuando el agua volvió a bailar lentamente, otra vez vi su cara triste y sus ojos negros frente a un cielo celeste. Grité y grité, desconsolado, con todas mis fuerzas para atraerla hacia mi corazón que la extrañaba tanto que ya no latía por el dolor de perderla. Volví a gritar y sentí una descarga eléctrica que me recorrió el cuerpo, como si quisieran poner mi corazón a trabajar otra vez. Volví a gritar y sentí la descarga de nuevo. El reflejo de Perla empezó a borrarse y volví a meter las manos en el charco, pero esta vez no se hundieron. El charco era apenas profundo para que entraran mis dedos, y en el fondo de una visión extraña estaba ella con sus ojos negros frente al cielo celeste. 

Miré hacia arriba y el cielo estaba cargado de nubes grises como cenizas. Vi cómo otro relámpago cayó del cielo, y oí murmullos y gritos a mi alrededor, aunque no había gente. Alguien quería prender mi corazón pero yo me negaba a seguir su impulso. 

Hasta que en ese sueño mudo de visiones hirientes apareció Perla. Salió de atrás del caballo de bronce y se acercó con la cabeza gacha y los ojos felices a lamerme la mano. Me atacó de súbito otro relámpago atravesándome el pecho, pero esta vez me sentía tan relajado de felicidad que me dejé llevar por su estruendo de vida. 

En este punto, mi versión de la historia vuelve a coincidir con la de los testigos. Cuentan que me desperté varios días después, en el hospital, curándome de quemaduras internas y de varios infartos. Lo primero que hice, todavía sedado, fue preguntar por mi perra Perla. Alguien me dijo que ella se había acercado a mí cuando mi cuerpo seguía tirado en la plaza agonizando, y me lamió la mano. 

Mis hijos la cuidaron hasta que volví a casa. Le compré una correa nueva, y hasta el día que murió la seguí paseando por Parque Rivadavia. 

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