Voces y vicios

25 de septiembre de 1953, Theobald, Santa Fe

Mi nombre es Alan Tomás Piedrabuena y escribo estas líneas para liberar mis sentimientos. Si alguna vez ojos curiosos llegan a toparse con ellas, le ruego a Dios que entenderán lo que sufrí en mi terrible existencia. 

Perseguido por un cielo de demonios exploro los rincones, los tarros y las hendijas. Destapo botellas y huelo con suspicacia, quiero encontrar lo que no he perdido. Las venas se me llenaron de rojo vino y mis pulmones, con gris escarcha, pinchan la espalda que los protege. La garganta se me entubó para tragar humos sin sabores, y hasta los músculos cansados me piden que los use y los agote. 

Adentro mío no estoy solo, ¿cómo podría quedarme quieto? El impulso que más me vence es el de la carne con sus deseos morbosos. El Patañjali me lo enseñó, leí los Sutras, el Bahavad, la Biblia, y tantos otros textos sagrados. Mi mente entiende la bondad absoluta y mi pecho henchido se llena de gracia cuando siento que corre en mis adentros el flujo eterno del río que sana. La Dama del Agua, con su adorada paciencia, atraviesa las almas con su daga de calma, y la templanza me tiñe el aura cuando me entrego a sus manos de madre, siempre abiertas. 

Hay otras horas de oficio duro, cuando se quiebra mi voluntad, y mis días de andar fuerte y limpio caen de rodillas ante la sed voraz de las maldades. Mancho mi cuerpo, que es mi templo en esta vida, santísimo y puro como el fruto más neto, que después de ser roído por las plagas no sirve para alimentar a los hambrientos. De igual manera pierdo el aliento, y siento que fallo en mis actos. Hasta el oráculo que me guía me cantó las cuarenta hace rato. Dice que un rey bobo, en lugar de sabio, no puede dar nada bueno a su gente. Me dijo que mis aguas están turbias, nubladas, anegadas. No se puede beber el conocimiento que me volcaron los escritos graves, que con afán leí, y que por mi propio descuido olvidé. 

También hay otras voces más tersas que me dan tregua en mi espanto de silencio, y me hablan de hacer mejores balances entre lo bueno y lo malo. Pero pronto se esfuman, porque son débiles y no muchas. El ruido bruto de la calle que se cuela en mis oídos me trae de vuelta a la tierra de las amarguras. 

Allí me debato por horas y días, pistola en mano, un libro y un poema, cómo ser ante Dios fiel profeta, ancho canal, eterna estrella. Y la respuesta, sin embargo, ya la tengo. La llevo tatuada a fuego y siempre me consuela. Sé que el Santo Espíritu vive en todo, y en todos, y todos somos la trama de su tela perfecta. Está en las casualidades increíbles, da igual si es en forma de ave, de sonido o de asceta. Veo el Espíritu en la benevolencia de mis pares, y veo su ausencia en quienes desdeñan La Obra, la magnánima Naturaleza; Madre Tierra merece respeto. Es una hija del Tiempo flotando en un mar de almas espesas, colmado de hombres que como un virus infectan sus antiguas venas. 

Y ahí estoy yo, en alguna arteria del cuerpo eterno, atravesado por la trama cósmica que me sacude y me zarandea. Y con la excusa de sufrir un vértigo tremebundo, inspecciono frascos, bolsillos y botellas. Busco algo que no perdí, pero que me falta, mientras escucho que los bajos espíritus se ríen de mí a carcajadas. 

Alan Tomas Piedrabuena



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