El festival alegre
Cuando mi familia emigró de Japón para instalarnos en Argentina yo tenía dieciséis años. Mi papá era gerente de alto rango en una petrolera y nos vinimos a vivir acá. Recuerdo que el contraste cultural fue inmenso y se me hizo muy difícil acostumbrarme al cambio. Sin embargo, esta historia no es sobre mí ya que no creo que una mudanza pueda ser interesante. Fallan algunos escritores en pensar que la historia que escriben es la que quieren escribir. Uno escribe la historia que se debe contar.
Esta historia es sobre un maestro que tuve en la escuela primaria, allá en Japón, llamado Kei san. En realidad, Kei san nunca fue mi maestro de clases. Cuando yo era chico él enseñaba en grados más altos, y cuando llegué a grados más altos él enseñaba en secundaria, y cuando llegué a secundaria él ya no trabajaba en el aula. A pesar de esto, fue mi maestro durante todos esos años. El maestro Kei san se distinguía del resto de los docentes de la escuela a la que yo iba, y más adelante pude darme cuenta que también resaltaría en cualquier otra institución. Los maestros en aquél país tienen una actitud recta y seria, si bien amorosa y caritativa, para con el alumnado. El respeto a la distancia vertical que define nuestros roles sociales es fuerte y marcado en esta cultura. Pero el maestro Kei san se diferenciaba del japonés común por andar siempre en contacto con los alumnos desde un lugar más fraternal. Hoy, en mis zapatos de adulto y habiéndo vivido tantos años en Argentina, me atrevo a decir que el calor hermano que él transmitía podría ser definido como un rasgo de latinos. Pocas veces vi pueblos tan cálidos como el del público latino.
El maestro Kei san saludaba en voz alta cuando uno lo cruzaba en los pasillos de la escuela. Era el único maestro que nos saludaba afuera del salón de clase. Alguna vez noté que otros maestros se alejaban o miraban hacia otro lado cuando él se acercaba saludando a todos con una sonrisa exageradamente positiva. Era normal verlo hablando con algún nene que lloraba en el patio de recreos o una nena que se había lastimado jugando. Tenía un don para la consolación.
A mí mismo me había rescatado más de una vez de alguna pelea inútil o algún ataque de ira contra mis compañeros porque todos hacían trampa en la escondida y yo no me había dado cuenta y por eso siempre me encontraban primero. Hasta el color de sus ropas era más vivo y alegre que el del resto de los maestros. En mi memoria todos visten trajes marrones cualquier día en cualquier recuerdo. En cambio, el maestro Kei san vestía colores que, apenas verlo, hacían a uno pensar en la primavera, en el otoño, en una abeja o en un oso panda.
Su extroversión e ímpetu por elevar la autoestima estudiantil escalaba límites insospechados en una escuela primaria del Japón de los 80 cuando se vestía de acuerdo a las celebraciones culturales propias y ajenas. Recuerdo la vez que apareció vestido de cazador por el día del animal y dio una charla para nosotros muy bizarra, y a la vez elocuente, sobre la caza, el tráfico de animales y las especies en peligro de extinción. Un día fue vestido de payaso no sé por qué celebración, y estoy casi seguro de que esa vez lo retaron o algo le recriminaron porque antes de terminar el día lo vi en un aula sin peluca ni maquillaje. Recuerdo que una vez, ya en la escuela secundaria, yo estaba triste porque mi papá viajaba mucho por trabajo. El maestro Kei san se dio cuenta de solo verme pasar y me vino a consolar. Hablaba con entusiasmo sobre el regalo que era la vida, y con sus movimientos alegres y despreocupados y con esa sonrisa llena de afecto me daba consejos sobre el paso del tiempo y sobre los padres y sobre cómo todo iba a estar bien, y eso era suficiente para reconfortar a cualquier adolescente. En esa época él ya trabajaba poco en los pasillos del colegio y mucho más en la oficina, pero me acuerdo que durante esos días vino varias veces a preguntarme cómo estaba, y siempre me contaba algún chiste, o una galleta de la fortuna, o me hablaba de alguna tontería para distraerme. A veces me recomendaba algún libro o alguna película que supuestamente él estaba viendo, aunque hoy sospecho que solo buscaba cosas que me podrían interesar y me las traía. Nos conocía a todos como si fuéramos sus hijos.
No sé si fue ese mismo año o al siguiente, el colegio tuvo un festival por el día de algo y fue uno de los mejores recuerdos que mis compañeros y yo tenemos de esa etapa tan maravillosa de nuestras vidas. Kei san fue el gestor intelectual y el impulsor activo que llevó adelante la organización de esta fiesta que después se convirtió en un legado y una tradición inamovible del colegio.
Escribo esta historia porque anteayer me llegó un correo electrónico que me envió un compañero del colegio con quien mantengo un contacto algo espaciado. Cuando el maestro Kei inauguró el festival, le puso el nombre de “Tanoshii omatsuri”, que sería algo como “la fiesta alegre”.
El mensaje del email decía que, en honor al maestro Kei san, a partir de este año el festival pasará a llamarse “Festival alegre de Kei”. Abajo, seguía el mensaje. El maestro Kei se suicidó hace pocos días, lo encontraron colgado en su departamento. Según contaron los vecinos a la prensa estaba sumido en una terrible depresión desde hacía muchos años, vivía solo y, aparentemente, no tenía esposa o hijos.
Me cuesta creerlo… yo lo recuerdo tan alegre…
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