La no lección
Navegaba el muchacho Pividal por las aguas binarias del milagro que es Internet. Comparaba precios, anotaba direcciones, y tipeaba quinientas veces diferentes combinaciones de palabras tratando de mejorar los resultados del algoritmo. Ya que la cubierta de rueda que se le había roto del monopatín eléctrico costaba una fortuna tenía que asegurarse de dar con el lugar y el modelo específico.
De las opciones que desgranó se quedó con tres locales donde vendían el repuesto y se tomó el colectivo a Warnes para hacer las averiguaciones finales y cerrar la compra.
Bajó del colectivo después de cuarenta minutos dentro del apretón humano sofocante y absorbiendo los vahos de esa fogosa tarde de enero. Caminó las cuadras más largas que hay hoy día en su memoria. Entró en el primer lugar anotado en su cuaderno anti lagunas mentales y preguntó por el repuesto.
“Veinticinco mil pesos” contestó un hombre robusto y pelado al otro lado del mostrador. El número desconcertó al muchacho Pividal al punto que se contuvo para no correr del susto.
Con un gracias de por medio y una falsa promesa de volver, Pividal salió hacia el segundo negocio donde se suponía vendían lo que buscaba a un precio bastante menor, según Internet.
Entró en una pequeña sala ocupada por un mostrador preguntó por el respuesto para su móvil de dos ruedas.
“Veintitrés mil pesos” le respondió un viejo canoso, de bigote grueso y pelo achatado con mucho gel. Su cara era odiosa y su tono demasiado despectivo para que algún cliente quisiera quedarse dos segundos con él.
Pividal abrió los ojos y le reclamó “En la página dice veintiún mil. Por eso viajé casi una hora hasta acá” mientras el viejo lo miraba frunciendo el ceño bajo las tupidas cejas despeinadas.
“A ver, dame un segundo” dijo el viejo resoplando y se sentó frente a la computadora delante de Pividal que seguía sus movimientos al detalle.
Allí mismo, ante sus ojos, bajo su mirada incrédula, Pividal vio que el hombre ingresó a la página de Internet y cambió el precio del repuesto de veintiuno a veintitrés mil pesos. Apretó aceptar y giró su silla ciento ochenta grados en dirección a un Pividal atónito.
“Listo. Estaba mal la página, el repuesto sale veintitrés mil” dijo el viejo, sonriendo.
Los pensamientos de Pividal explotaban, las respuestas se agolpaban detrás de sus labios y sus dientes no las querían retener. No podía creer el descaro de aquel tipo y no tuvo tapujos en decirlo. Intercambiaron palabras agitadas y algunas opiniones a un volumen bastante alto, pero no pasó de eso. Acordaron estar en desacuerdo y Pividal se fue echando humo rumbo al último negocio: el salvador.
Entró en esa última dirección y tuvo que esperar porque estaba bastante lleno. Al llegar su turno preguntó por el repuesto que buscaba y el empleado del otro lado del mostrador le respondió “Sale veinticuatro mil novecientos pesos”. Al muchacho Pividal se le rompió el corazón al oír aquél número desolador.
Decidió entonces volver sobre sus pasos masticando el orgullo amargo, tragando el áspero sabor del ego. Entró en el negocio del viejo rancio, maleducado, estafador... y compró la cubierta para su scooter. Porque ese día estaba buscando precios, y no ganarle un duelo moral a nadie.
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